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Elsa RBrondo
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viernes, 15 de julio de 2005

Terminar de leer una novela

Estoy. Es decir: estoy en el café La Pause (Francisco Sosa, Coyoacán). Estoy sentada frente a una taza un poco tibia. Estoy por terminar una novela de Paul Auster, Leviatán. Estoy a punto de ser descubierta por una pareja que creía que irse al fondo de las cafeterías les permitiría ese suave escarceo de las primeras citas. Estoy, en realidad (me pellizco, sí, compruebo dolorasamente la realidad) imaginando la mejor manera de terminar la lectura de una novela. Es decir: estoy frente a la computadora realizando lo que alguien llamó "pajas mentales" (nótese que teniendo las dos manos ocupadas es estrictamente cierto). Y pienso en las circunstancias que he terminado una novela:
  • En el baño una vez. Metafórico eso de cerrar el libro y luego tirar de la cadena. Kitchen de Banana Yoshimoto.
  • Con los ojos a punto de cerrarse, porque ya son las tres de la mañana de un día laborable. Varias veces (muchas). Horrible cuando se ha tratado de una mala novela porque he tenido que cargar con ello el resto del día.
  • A punto de salir (tarde, muy tarde) a una cita importante. Una vez. Inenarrable el hecho de llegar con una hora de retraso sin coartada posible. Javier Marías (Mañana en al batalla piensa en mí).
  • En la cama de un hotel. Una vez. Dejé de ir a la playa y a cenar por leer las últimas páginas de Rayuela (inolvidable).
  • En la playa, tumbada al sol. Una vez. Era una novela de Italo Svevo (Senectud).
Terminar una novela, sobre todo una buena, produce un vacío existencial de diversos grados. Una se queda pasmada ante las últimas palabras. Huérfana de letras que han salvado los destiempos y se han dejado maltratar estoicamente. Ese vacío se parece un poco al que siento al salir de una buena película, aunque una siempre tiene el consuelo del vacío compartido, llenado con frases huecas de camino a casa.

jueves, 7 de julio de 2005

Un gigante aplasta en su carrera

Hace unos meses, paseando por el centro de Puebla, me enteré del Tsunami en Asia y de la muerte de Susan Sontag. Esas noticias saben bastante mal lejos de casa (aunque sean dos horas en carretera y otras tantas de tráfico chilango). No necesita una estar esquilando ovejas con cataratas en la Patagonia, para extrañar el mando a distancia que nos conecta a esos interminables loops de desastres y a los panegíricos inexactos de los muertos notables, desde casa.

El martes 5 de julio, estaba de nuevo aplanando adoquines en la que un día fue de los ángeles y ahora es de Zaragoza. Recordé aquellos titulares a ocho columnas y en una esquina se me revelaron las nuevas noticias. No, no había nada insospechado. Desde que declararon inocente a Michael Jackson y dejaron libre al "hermano incómodo" de Salinas, un chico malo (Bejarano) más en la calle deprime, pero no abruma.

Regresé a la ciudad en medio de una tormenta de miércoles por la noche, me acosté y dormí con los goterones arrulladores en mi ventana. Hoy amanecí con la muerte de Marga López y los atentados de Londres. Nuevos panegíricos y nuevos
loops. Estaba en casa, pero por alguna razón me sentí igual de lejana. En este mundo visto desde la ventana, un gigante aplasta en su carrera las última reflexiones. Ocho señores están sentados ante una mesa redonda, donde se supone que resolverán la hambruna del mundo olvidado y el calentamiento global (culpable, creo, de esos goterones del miércoles por la noche). Y ese gigante se lleva a la bella Marga López y a las buenas intenciones de Geldorf y al protocolo de Kioto, mientras magullo el botón de jump en el mando.